Escrito el 10 de noviembre de 2007Para mis compañeros de viaje, la mujer y los dos samaritanos; que el sarcasmo nos permita una vez más abrigar al leproso.LA PARÁBOLA DEL BORRACHO"¿A dónde vamos?"
"¡Alaska!"
"¡Rancho viejo"!
Risas generales, algarabía dentro del auto, y a continuación un:
"A la Feria Mundial de Knoxville, a ver la esfera de las pelucas!".
La consabida fórmula repetida hasta el hartazgo (no, hasta el hartazgo no... rara vez se harta la gente de citar a la mundialmente famosa familia norteamericana) resultaría aquella noche el preámbulo para una serie de nada veladas alusiones al mismo episodio... que terminarían (tan sin proponérselo) convertidas en más que proféticas palabras para lo que sería un episodio casi tan memorable como al que aludían una y otra vez.
"Bart, ¿podemos comprar helado?" "Bart, ¿podemos llevar a ese vagabundo?" "Bart, ¿podemos comprar helado?"
La calle desierta ofrecía su regalo de luces parpadeantes, que apenas solazaban a las cuatro mentes extenuadas que no conseguían aún digerir el bizarro intento de gore que acababan de presenciar en el casi histórico cine de la calle Lavalle. La cuarta parte de la misma historia, más predecible, menos elaborada. Parte del pasaje de aquel auto había disfrutado de la extravagancia, del sinsentido, a sabiendas de que nada más podía esperarse de aquella película. La otra parte, bastante menos compasiva, probablemente deseaba volver el tiempo atrás al punto de no pagar siquiera el costo de media entrada de cine por aquello. Pero la compasión sería esa noche la figura estelar, el espíritu del buen samaritano poseería a aquellos cuerpos al punto de socorrer al desvalido, de rescatar a la prostituta, de abrigar al leproso. Esa sería la noche en que (no sin la desaprobación de alguno), los cuatro ocupantes del simpsónico vehículo auxiliarían al mismísimo Jesucristo en el menos sagrado de los Vía Crucis.
Probablemente fue el conductor el que primero reparó en aquella figura tambaleante, con dos o tres paquetes de gasa mal encintados en la cabeza, y una finísima red de hilos de sangre adornando graciosamente su figura. Quizá fueron ambos samaritanos quienes, a la vez, repararon en su andar zigzagueante y su mirada perdida. Las dos mujeres, por lo pronto, se limitaron a observar en silencio.
¿Qué azares noctámbulos impulsan a un hombre a abandonar la seguridad de un vehículo en pos de socorrer al extraño? El abanico de hipótesis se despliega a la imaginación de los pasajeros, un asalto, una pelea, un accidente. Al menos una de las dos mujeres (sólo acerca de ella puedo hablar con certeza) temió por la seguridad del socorrista, y expresó su desaprobación abiertamente. La cita obligada no se hizo esperar:
"Bart, ¿podemos llevar a ese vagabundo?"
Resultó increíble como la broma dejó de serlo en cuanto el vagabundo y el socorrista comenzaron a acercarse al vehículo, resueltos ambos a abordarlo con destino a la guardia hospitalaria más cercana. El socorrista le indicó a las mujeres compartir el asiento del acompañante. Socorrista y herido se acomodaron en el asiento trasero, al tiempo que el primero mantenía una silente comunicación no verbal con el conductor. Seguramente años de buenas acciones callejeras (más probablemente años de amistad) permitieron que se estableciera entre los dos un código más allá de las palabras, consistente en acciones y reacciones premeditadas y acordadas de antemano, y quizá hasta un plan B para el caso.
Las dos mujeres que viajaban acodadas en el asiento delantero son pareja de los samaritanos. Al menos una de ellas (aquella de quien puedo saberlo casi todo), desaprobaba todo aquello y se debatía entre el asombro y el disgusto; al menos uno de ellos tendría que oir algunas cosas más tarde aquella noche.
El pasajero en trance lucía desaliñado y confundido. Su aspecto, en una inspección más cercana, no resultaba amenazante. Vestía un pantalón y una remera con los que ningún hombre que se preciara de su look saldría a la calle. Usaba la barba larga, o quizá no se afeitaba hace tiempo. Los hilos de sangre relucían bajo las luces de mercurio con ese brillo oscuro tan propio, y le conferían un aspecto lastimero. No despertaba compasión, sin embargo, el tufo etílico que comenzó a impregnar el vehículo y a sus pasajeros. El conmovedor y sincero relato del hombre y sus desgracias no se hizo esperar:
"Estaba jugando con mi hijo, y me abrí la cabeza, me abrió la cabeza jugando, el loco..."
La retahíla de palabras rayanas en lo incomprensible y la dificultad del hombre para articularlas, todo ello bañado en un suave perfume a beodo incurable, no hacían más que confirmar su historia. La veracidad de su relato se hacía más y más evidente a medida que el hombre se decía y desdecía de su propio relato.
"No te duermas", alcanzó a oir la mujer del samaritano. "No te tenés que dormir", y a continuación el sonido de la palma de una mano golpeando sobre la rodilla del hombre. La mujer no pudo menos que sonreír sarcásticamente para sus adentros, evocando su propia dificultad para mantenerse despierta luego de una noche de copas y comparándola con las dificutades que el abnegado y herido padre debía de experimentar en esos momentos, dado el estado en que se hallaba. "No te duermas", volvió a oir, y el sonido de la palmada que reforzaba la advertencia. La mujer imaginó aquello, imaginó esa mano que conocía tan bien, y al hombre que tanto deseaba. Incontables veces había sentido y sentiría esas irrefrenables ganas de abrazarlo, de sofocarlo ardorosamente entre sus brazos. Aquella vez, sin embargo, sólo sentía ganas de ahorcarlo.
La guardia del hospital se encargó del Rey Layo, del Cristo crucificado por el hijo en vez de por el padre. O al menos dejó de ser problema de los samaritanos en cuanto se bajó del auto. Las mujeres volvieron a ocupar sus lugares, después de comprobar efectivamente la ausencia de rastros de sangre en el asiento y en el resto del vehículo. Se sucedió un breve intercambio de ideas, que comprendió algunas bromas para descomprimir la tensión y algunas amonestaciones para dejar en claro que no todo el mundo habría hecho lo que Frodo con el lastimoso Gollum de mirada brillosa y andar errante. Luego de un tiempo más de marcha dos de los pasajeros bajaron, dos siguieron su camino a bordo de la recientemente improvisada ambulancia.
Lo que sigue a continuación resulta bastante estándar. Los pasajeros que abandonaron el vehículo son uno de los dos samaritanos y su mujer, aquella sobre quien tan acertadamente puedo opinar. El hombre nota su descontento, la mujer no pierde tiempo en confirmarle sus suposiciones. Él intenta tranquilizarla con explicaciones y justificaciones, ofrecidas prácticamente a modo de regalo, por tratarse en parte de aquellas cuestiones privadas de ciertos grupos de hombres, códigos internos que las mujeres y los de afuera no manejan. La mujer se muestra reacia a dejarse convencer por relatos de camarillas y sociedades secretas, acusa al hombre de haber puesto en peligro la seguridad de ambas mujeres y la propia también. Disfruta, sin embargo, de las atenciones del hombre para con ella. Declara abiertamente el cese de hostilidades. El hombre considera que ya ha explicado a la mujer todo cuanto debía (o quizá simplemente reparó en el hecho de que ella ya no lo acusaba). Entran a la casa. La mujer está cansada, ha sido una larga semana. Todavía se muestra reticente, pero no tardará en volver a sentir ganas de abrazar y besar histriónicamente al hombre que tiene a su lado. Casi como en las películas. Y como en las películas, la escena cambia a una guardia de hospital, apestada en sucesivas oleadas por vahos de alcohol, donde un hombre con dos o tres paquetes de gasa mal encintada en la cabeza aguarda atención médica. La sangre seca ya no reluce, y la sangre que todavía mana de la herida refleja fulgurante los destellos del tubo fluorescente, y dibuja delicadas figuras al resbalarle por la mejilla.